miércoles, 19 de diciembre de 2012

Archivo recuperado. 28 de octubre de 2012
 
Hablar de Guido Barona es evocar lo mejor de Macondo Libros y Tertulia: la inteligencia, en su expresión notable, el gusto por la conversación total, con la gracia del apunte y la anécdota, de la idea densa en argumentos y la infaltable risa de seres lúdicos e irreverentes que nos colmábamos en cada encuentro; reuniones magníficas de intelectuales y no intelectuales, diversos, hombres y mujeres, que hacíamos brillar y entrechocar nuestras ideas como sables, en el fluir del wisky, del Glasnost (bebida de la transparencia, de la voluptuosidad o trampa de la seducción...), del Eclipse de Luna (brebaje del amor, los mensajes cifrados y la sublimación...), del Carajillo (bebida de la positividad, exorciza lo negativo y la pesadez del alma), etc. O, simplemente, ante la exquisitez de un café compartido. Durante tres lustros nos acompañamos con Guido; festejamos sus triunfos, su premio de Colcultura, por el ensayo Legitimidad y sujeción: Los paradigmas de la "invención de América”, La maldición de Midas en una región del mundo colonial: Popayán, 1730-1830, coeditado por la Universidad del Valle, el Fondo Mixto y la Universidad del Cauca, etc. Ese reino de Macondo en su plenitud lo acogía todo: la libertad, el conocimiento, la crítica y el entretenimiento. En esos años nos enriquecimos con los acontecimientos que trastocaron la modernidad: la popularización de la informática a través el auge del MsDos y la aparición de Windows; asistimos a la caída del Muro de Berlín, consecuencia de la Perestroika; estrenamos nueva Constitución, vimos torcerse a las guerrillas, engrandecerse al Midas del Narcotráfico y nos estremecimos, también, con las masacres de los Paracos. La tertulia comenzó a declinar en la época del premio a los soplones, en esa caza de brujas emprendida por Uribe. Poco a poco los créditos y pagos entraron en el congelador. Luego vino Internet, que cambió la costumbre de reunirse, tête a tête, por el diálogo virtual en las redes sociales; Wikipedia remplazó a las enciclopedias de papel; afiebrados piratas escanearon libros y los subieron a la red, de donde era fácil bajarlos a través de populares Webs como Megaupload, Rapidshare, MediaFire y otras. Las editoriales, los autores, las distribuidoras y las librerías progresivamente perdieron el control del negocio. Toda esta cadena se desconfiguró como si hubiera sufrido la devastación del peor virus. Ante esta debacle La librería Macondo envejeció pronto adquiriendo sabor de museo, adonde los amigos llevaban turistas para que les contara alguna historia. Cansado de esperar algún comprador o atisbar a mis deudores en la puerta, porque habían cambiado de camino o de residencia en la acelerada diáspora del Centro Histórico al Norte, comprendí entonces que habían llegado para mí “los cien años de soledad”. Parte de mi patrimonio yace ahora en enormes cajas que pesan como plomo, esperando algún milagro de resurrección como en la mítica Bella durmiente de los Hermanos Grimm. Me habían advertido que no cerrara Macondo porque “perdería vigencia”. Efectivamente así ocurrió. Quise resucitar al abrir sede del Partido Verde, siendo pionero. Pero nos hundió el temperamento franco de nuestro candidato Antanas Mockus, en este país de raquítica opinión y expertos manipuladores; además, arribaron al partido avezados oportunistas, quienes a la postre pescaron en río revuelto. De nuevo, mi sede, otrora Macondo, regresó a la mítica soledad Garcíamarquiana, empujándome en otra dirección intelectual, algo tardía, en la que martillo día tras día, lejos del poder y las solemnidades, defendiendo, como una enfermedad, este pedazo de independencia personal.

Gracias Guido por tus risotadas, tus osadías propensas al límite y una que otra aventrua picante en que fuimos arrastrados por tu avasalladora voluntad; todo esto hace eco deleitoso en la memoria. Pero, ante todo por tu extraordinaria calidad humana, navegante contradictorio de la cotidianidad y la historia bajo la mirada atenta de un interrogante. Te perdono los cientos de cigarrillos que te fumaste, impregnando libros, estantes, paredes, maderas del cielo raso y  mi ropa, de la escandalosa nicotina. Mis pulmones, por fortuna, los defendí con respiración yoga y ese viejo y aparatoso ventilador que acondicioné para expulsar al exterior hasta el aliento. ¿Recuerdas? ¡Brindo a tu salud!

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