miércoles, 19 de diciembre de 2012

Un chaleco anti espada para el toro

Archivo recuperado.12 de septiembre de 2012


Dedicado al poeta Edgar Caicedo, quien lleva la afición de los toros en la sangre.

Quizá la Fiesta Brava sea hoy un anacronismo, por la trivialización de la muerte; pertenece a tiempos heroicos, en los cuales  era un hecho solemne que infundía respeto, rindiéndole tributo al valiente. Hace poco vi una corrida, en plaza México. Me entusiasmó la faena de un joven torero mexicano de apellido Aguilar, creo. Comprendí entonces el arte del toreo, como danza con el toro. Toro y torero se entrelazan en una faena trágica, de movimientos estéticos, donde el avance garboso del torero con su muleta ceremoniosa hechizan al toro, que va tras ella con sus 600 kilos de fuerza, mientras en el ruedo palpitan los corazones, en medio de himnos de fanfarria ante el temor de la sangre, que es la sabia de la corrida: está en el toro, en el torero y en el color de la multa. Lo que hoy mortifica es la lucha desigual entre astado y lidiador (excepto, pienso yo, en  el tercio de Banderillas) y el sacrificio del toro (en vez de la muerte del torero, dirían los detractores de la Fiesta Brava). Fiel a mi tendencia reformista me gustaría mitigar el sufrimiento del toro y regresarlo vivo al corral. También me une alguna afición, que viene del campo; debe ser por vivencias  con reses bravas, en los potreros, en los caminos o cuando los padrones rompían las cercas para asaltar a las vacas en celo. Tengo un recuerdo  inolvidable: la imagen de mi padre oyendo corridas por radio.

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