Archivo recuperado.12 de septiembre de 2012
Dedicado al poeta Edgar Caicedo, quien lleva la afición de los toros en la sangre.
Quizá
la Fiesta Brava sea hoy un anacronismo, por la trivialización de la
muerte; pertenece a tiempos heroicos, en los cuales era un hecho
solemne que infundía respeto, rindiéndole tributo al valiente. Hace poco
vi una corrida, en plaza México. Me entusiasmó la faena de un joven
torero mexicano de apellido Aguilar, creo. Comprendí entonces el arte
del toreo, como danza con el toro. Toro y torero se entrelazan en una
faena trágica, de movimientos estéticos, donde el avance garboso del
torero con su muleta ceremoniosa hechizan al toro, que va tras ella con
sus 600 kilos de fuerza, mientras en el ruedo palpitan los corazones,
en medio de himnos de fanfarria ante el temor de la sangre, que es la
sabia de la corrida: está en el toro, en el torero y en el color de la
multa. Lo que hoy mortifica es la lucha desigual entre astado y lidiador
(excepto, pienso yo, en el tercio de Banderillas) y el sacrificio del
toro (en vez de la muerte del torero, dirían los detractores de la
Fiesta Brava). Fiel a mi tendencia reformista me gustaría mitigar el
sufrimiento del toro y regresarlo vivo al corral. También me une alguna
afición, que viene del campo; debe ser por vivencias con reses bravas,
en los potreros, en los caminos o cuando los padrones rompían las
cercas para asaltar a las vacas en celo. Tengo un recuerdo
inolvidable: la imagen de mi padre oyendo corridas por radio.
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