miércoles, 19 de diciembre de 2012

Archivo recuperado. 6 de octubre de 2012

Mientras el caminante deambula por Popayán, es frecuente, todavía, toparse con algunos muros en ruinas que aún siguen en pie, sobre cuyos pórticos de piedra yace abandonado el escudo familiar. Recobra, entonces, nuevo aliento el recuerdo del terremoto del 83. Ahora, la hiedra se ensaña trepando desde el pequeño bosque interior. Decenas  de parqueaderos se han instalado donde antes existieron hermosas casas coloniales con patios y jardines. Su  destrucción favoreció, tiempo después, al parque automotor en desaforado crecimiento. Nuevos edificios públicos, aunque no del todo fieles al estilo tradicional, se alzan hoy majestuosos en el Centro Histórico, donde quedó anclada la aureola de la vieja ciudad o, más exactamente, su mausoleo, porque otra, distinta, crece hacia el norte.

El Centro  fue el lugar de mis  vivencias, antes y  después del  terremoto. La vida entera,   pública, económica, ciudadana, turística, intelectual y religiosa, gravitaba en esas pocas manzanas donde se fijó la fundación de la ciudad. Esos recuerdos de la Ciudad Blanca, que me tocó por destino, afloran en los vaivenes de la memoria.  El terremoto, paradójicamente, constituyó una experiencia vital para mí, no sólo como trance  premortal, porque pude quedar sepultado bajo los escombros la mañana del 31 de marzo, mientras entregaba turno en el hotel Camino Real, sino también como afirmación personal, porque aquí  construiría mi vida, siendo  bautizado con un golpe sangrante en mi cabeza. Aun yacen vívidas las angustias de ese duelo mortal: el sordo rugido de la tierra, como de monstruo subterráneo, el violento sacudón que despellejaba el cielo raso amenazando tirar abajo la construcción, los gritos confundidos en macabra sinfonía, y afuera los techos y muros cayendo como si hubieran recibido un pesado bombardeo. Clausuré la gran puerta de cedro, para salvarnos o morir juntos adentro como en la leyenda de antiguos reyes, en víspera de un viaje colectivo al más allá. En pocos días gran parte de la ciudad quedó vacía; y el Centro Histórico entró en una larga noche oscura. Mis sueños parecían haberse derrumbado, de vuelta otra vez al comienzo, al pueblo de donde había partido años atrás en busca de otro horizonte. Sin embargo, retorné, porque ya pertenecía a este  cosmos de ensueño envolvente.

El gran terremoto trajo consigo un nuevo espíritu que se aposentó en la ciudad centenaria. Popayán tenía que levantarse de las ruinas por tercera o cuarta vez, según constaba en los  anales.  Varias veces sus cimientos  fueron dislocados por la furia telúrica, casi una vez por siglo. Algunos mitos refieren la maldición de cierto clérigo expulsado o deshonrado. La noticia de la tragedia se esparció como luz por el orbe. De  diversas naciones  llegaban aviones repletos de donaciones, mientras los bancos tendían su onerosa mano a los damnificados. Una cruzada mundial era  el gesto mediático en favor de la destruida ciudad. Pasado el shock, después de varios meses de apuros y sufrimientos,  con el espíritu sosegado y la resignación que sobrevive a las pérdidas, aquellos payaneses que decidieron continuar ligados a la ciudad y los  nuevos huéspedes que la oportunidad atrajo, emprendieron la titánica reconstrucción de la ciudad, otrora emblema colonial más preciado de Colombia, al cual el país debía  históricos servicios. No era exagerado decir que esta fue la cuna de la nación.

Paradójicamente con el terremoto moría una ciudad simbólica para que naciera otra, más profana, próspera y diversa, aunque para muchos menos hidalga, poética y letrada. El sacudón telúrico removió, además, como se comprobó en el transcurso del tiempo, el espíritu anquilosado, fermentado como el vino de hispanidad y abolengo. Pronto este estado de alma yacería huérfano o carecería de lugar en el nuevo  contexto, tras la diáspora de su élite tradicional en dirección a los puntos cardinales, como judíos errantes, vinculados sólo por la arcadia perdida, que no  hallarían, sin duda, en ningún lugar de la tierra. Aquí lo tuvieron todo: prosperidad, prestigio, poder, cultura y un pasado glorioso que nutría su vida espiritual, social y cultural en el  quehacer de los días. La ciudad había sido como una familia patriarcal unida por variados vínculos que otorgaban  hondo sentido de pertenencia, aún en los corazones más humildes, porque a pesar de la pobreza material nadie se creía desheredado del don de la inteligencia o la inspiración de las musas.

2

Tras la abundante demanda laboral una desconocida prosperidad comenzó a aflorar,  atrayendo oleadas de gente forastera.  El  dinero fluía, como sangre en cuerpo joven. Atrás quedaron, también, para mí  los años de romanticismo pobre, que me habían sumergido en una enrarecida torre de marfil, desde donde apenas podía mirar el acontecer de  la vida... (Parte del cuento Señuelo).

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