jueves, 31 de octubre de 2013

Popayán hoy. PENSAMIENTOS DE UN VALIOSO PATOJO UNIVERSAL


wilches dosPor Gustavo Wilches Chaux
@wilcheschaux
Desde que tengo memoria Popayán ha sido siempre una ciudad turbulenta (entre turbo y lenta, dirán las malas lenguas). Y por supuesto, ha sido así desde muchos años antes de que yo tuviera memoria, de que yo existiera.
Basta recordar el papel que desempeñó Popayán en la Independencia y después, en el primer siglo de la llamada República. De la enorme cantidad de levantamientos, “pronunciamientos”, revueltas y guerras civiles que hubo en Colombia en el Siglo XIX, no pocos fueron liderados por popayanejos y/o enfrentaban entre sí a popayanejos: turbulencias locales salpicando al resto de Colombia. Muchos de cuantos hoy se reconocen como “próceres”, en ese entonces, de haber existido la palabra, habrían sido denominados “terroristas”. Y muchos, por esa razón, perdieron la cabeza, tanto en el sentido metafórico como en el más textual de las palabras.
Entre las turbulencias del siglo XX una que nos marcó a quienes en ese momento ya teníamos uso de razón, fue el terremoto del 31 de Marzo de 1983. Tras la conmoción inicial que sumió a la ciudad en el caos destructor, se logró re-encauzar la turbulencia hacia el caos positivo y se generó una dinámica con pocos precedentes: comunidades organizándose para consolidarse como sujetos sociales a medida que con sus propias manos levantaban sus casas; instituciones del Estado coordinándose entre sí (como nunca en condiciones “de calma”) para apoyar procesos de recuperación no solamente de la ciudad física sino, especialmente, del sentido de ser y de pertenecer, de la emoción de identidad, de la berraquera de la vida.
Popayán hoy, protagoniza nuevas y omnipresentes turbulencias. Ya había escrito alguna vez que si antes Popayán posó de ser una ciudad “europea”, nunca como ahora había sido tan merecedora de ese adjetivo. Porque quizá una característica común de las capitales de los antiguos imperios europeos –Londres, Paris, Madrid, Roma, etc.- es que los habitantes de sus antiguas colonias se han volcado sobre ellas. Son ciudades multiétnicas y pluriculturales, para ponerlo en términos de la Constitución colombiana. Y si esa fue, de alguna manera, una particularidad de Popayán que la diferenciaba de otras ciudades cuyos habitantes eran más homogéneos, hoy esa característica se encuentra para fortuna exacerbada.
Durante demasiadas décadas Popayán le había dado la espalda al resto del Cauca, lo que equivale a decir que no había reconocido que su principal riqueza era la de ser la capital política de ese territorio donde la biodiversidad en todas sus acepciones, se expresa de la manera más exuberante posible. Los popayanejos nos mirábamos el ombligo y mirábamos hacia Europa y luego hacia los Estados Unidos, pero sin detenernos a entender y a saborear las escalas intermedias, inclusive las más inmediatas. A lo mejor por estar allí, todos los días a la mano, el valor de la diversidad se había vuelto invisible.
Por distintas y en algunos casos bien conocidas circunstancias, que no es del caso analizar en este momento, familias, en especial gente muy joven, de las diversas regiones del Cauca, se han volcado sobre Popayán en los últimos años. Quizás nunca como ahora, porque la gente de las regiones la siente como suya, Popayán es hoy la verdadera capital del Cauca.
Con alguna frecuencia oye uno “culpar” de esa turbulencia multicolor que revitaliza las calles y aviva los espacios, a “la gente de otra parte”. Hay quienes incluso, con cierta amargura, identifican como punto de quiebre al terremoto: “esto se llenó de gente de otra parte”.
Me atrevo a asegurar, porque viví de cerca esos procesos, que si bien a Popayán llegó un número importante de personas atraídas por la falsa ilusión de la bonanza sísmica que se encargaron de inventar y difundir los medios, la mayor parte de las familias que en ese momento conformaron “los asentamientos”, era popayanejas. La nuestra era una de las pocas ciudades colombianas –si no la única- que no tenía grandes zonas tuguriales, pero no porque no existiera la pobreza extrema, sino porque esta se llevaba de manera silenciosa, oculta en el hacinamiento. Una gran cantidad de las casas “unifamiliares” que se destruyeron en el terremoto, eran sobre-ocupadas por varias familias. Allí aprendimos que los desastres son eficaces removedores del maquillaje con que las sociedades disimulan sus máculas, sus cicatrices mal sanadas, sus deficiencias, sus arrugas.
La gente, antes hacinada, salió a solucionar por sus propios medios el problema que durante décadas el Estado había sido incapaz de solucionarle. Quienes en ese momento éramos Estado (CRC, SENA, BCH, ICT, Caja Agraria, etc.) entendimos la esencia del proceso auto-sanador y nos dedicamos a apoyarlo.
Pero volvamos a “la gente de otra parte” con la necesaria pregunta de ¿qué es, dónde queda, “otra parte”? Muchas de las personas de Popayán que me regalan algo de su tiempo para compartir estas notas, tienen con seguridad sus raíces cercanas o remotas en “otra parte”. Incluido yo, que me considero patojo fututo. Además, en Bogotá, donde hoy vivo, soy “de otra parte”, a pesar de que a medida que voy entendiendo ese territorio y que contribuyo en algo a que otros lo entiendan, también me voy volviendo parte de esa “otra parte”. ¡Con cuántos compañeros “de otra parte” trenzamos lazos de fraternidad en los años universitarios y de cuántos de ellos podemos afirmar que se volvieron patojos!
Francamente no me angustia que en las calles haya tanta gente que ni yo conozco ni me conoce (además porque también hay mucha que yo sí conozco y que sí me conoce y que convierte cada salida a hacer una diligencia en una experiencia de afecto, un masaje para el alma).
Hace un par de días me estaba haciendo embolar en el Parque Caldas. El ilustre-y-lustre era un muchacho de Villavicencio y me contaba orgullosos que su esposa estaba esperando bebé y que muy probablemente iba a nacer popayanejo.
La turbulencia del parque tenía como música de fondo los altoparlantes de un espectáculo organizado por la Gobernación con una escuela de baile para niños y niñas de distintos colegios. Al ritmo de esa música un mago del balón –que muy seguramente es de otra parte (puedo equivocarme)- hacía acrobacias junto al sabio Caldas, quien lo observaba desde su eterna reflexión interior con la forma exterior de una paloma posada sobre la cabeza de la estatua.
En medio de la corriente multicolor y multidireccional  de espaldas descubiertas, de pantalonetas y otras prendas antes imposibles por razones culturales y climáticas, de morrales y tatuajes, pasaba con regular frecuencia alguno de esos “popayanejos de antes”, sin duda alguna leyéndole a otro sus poemas y preparándose para oír los poemas del otro.
De pronto anunciaron los altoparlantes que iba a cantar Piero. Yo pensé que se trataba de algún imitador o del algún cantante joven que hubiera tomado ese nombre en atrevido homenaje al argentino. Pero no: era Piero, el original, el único, el clásico. Ese cuyas canciones, cuatro décadas atrás, oí tantas veces en una grabadora de casetes, sentado con mis amigos en esas mismas bancas ergonómicas, durante largas e inolvidables trasnochadas (en algunas de las cuales amanecíamos, como hoy, con la Luna en las calles).
Oír allí a ese cantante “de otra parte”, tan arraigado en el corazón de los que somos de esta parte, me hizo reafirmar la convicción de que esa turbulencia remasterizada que es el Popayán de hoy, es tan maravillosa como el Popayán de otras épocas. Como el Popayán que existe en el corazón de todos los patojos que, de manera temporal o permanente, estemos físicamente en otras partes, pero que nunca vamos a sentirnos “de otra parte”.
Seguramente pasarán varios años antes de que Popayán haya sido capaz de asimilar totalmente la buena energía que le aportan esos flujos migratorios. Tenemos que aprender a surfear en esa turbulencia, para que no corramos otra vez el riesgo de desperdiciarla.

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