VÓRTICE
A pesar de no haber visto aquel día la señal, ondeando sobre el torreón
de la casa de la colina, indicio inequívoco de un viaje sin
contratiempos, nos dirigimos aquella tarde al enigmático lugar, elevado
promontorio de forma piramidal que servía de mirador sobre el Valle de
Pubenza. Cuentan que dicha elevación es una pirámide funeraria de origen
prehispánico. Aquí se establecieron hace muchos años algunos sabios
conocedores de los oráculos de esta parte del mundo.
Mientras
ascendíamos una neblina seca y luminosa empañaba el paisaje, y apenas se
podía divisar algunos retazos de la ciudad sumida en un sueño diurno.
Al coronar la cima me estremeció el ambiente con la gravedad de los
siglos sepultados bajo nuestros pies. «Estamos parados sobre hipogeos de
una cultura milenaria» dije, como si buscara impresionar el semblante
neutro de los dos turistas.
La casa yacía en reposo absoluto.
Sólo la neblina merodeaba, entrando y saliendo por los corredores como
único huésped. Esa atmósfera cargada de incertidumbre me producía
desazón y temor a lo desconocido. Aun así decidimos tocar a la puerta
principal. Alguien de rostro alterado se asomó por entre las abras que
sujetaba con desconfianza. «Hoy no podemos atenderlos, regresen otro
día» -dijo, en tono enfático-; entre tanto, una oleada de vapor
penetrante se abría paso desde adentro envolviendo nuestros rostros.
Más allá del patio, ya de retirada, vimos entre los matorrales que
rodeaban la casa varios cuerpos inertes de mujeres desnudas cuya piel
tenía el color de la neblina, como si ésta hubiera penetrado en sus
cuerpos. Presentí un espíritu maligno en el aire neblinoso. Armado de
valor tomé la cámara para registrar la escena; pero antes de oprimir el
obturador divisé no muy lejos un engendro del demonio que venía saltando
en pos de mí. Arrojé la cámara sobre la maleza y eché a correr loma
abajo. Mis amigos habían desaparecido de vista. La envolvente estela
blanca me confundía, haciéndome perder toda idea de tiempo y espacio.
Iba y venía de un lado a otro sin reconocer los lugares. En esa carrera
desesperada sentí alivio al encontrar una casa, a cual ingresé escalando
el muro que daba al patio. Una soledad amenazante me advertía del
peligro.Continué a través de un corredor que culminaba frente a varias
puertas, una de las cuales abrí al azar, llegando a una especie de
laboratorio en donde una señora de rostro severo leía de pié hojas
sueltas esparcidas sobre un alto mesón. Sólo atiné a balbucear algunas
palabras ante la mujer, intentando ganar tiempo para mi escape. Ella,
sin apartar la mirada de su labor me indicó con gesto despectivo el
lugar por el cual yo indagaba. Aproveché la oportunidad para ir rápido
en pos de la salida. De pronto, la esperanza renació al ver una luz que
se desparramaba desde el exterior. El alivio fue grande al sentir la
plenitud del cielo y la familiaridad de los lugares. Sin embargo, un
manto de irrealidad lo cubría todo. La albura de la luz me producía
desasosiego. No atiné más que a correr y correr, sin saber si iba o no a
alguna parte, como si sólo tuviera la sensación de correr. De repente
apareció un puente cuyos altos bordes impedían ver sobre qué estaba
tendido; tampoco tuve idea de hacia dónde conducía. Avancé presuroso a
través de él. Cerca del final, un hombre con aspecto de luchador
primitivo se interpuso en mi camino , armado de un cuchillo que asía en
su mano derecha, en posición de ataque, con la felina mirada puesta al
frente por donde yo venía. Sin embargo, un miedo metafísico me empujaba,
de modo imperativo, hacia adelante. Con ágiles fintas distraje al bruto
cuyos torpes movimientos lo hicieron trastabillear cayendo sobre la
filosa hoja plateada que lo atravesó por el vientre. Luego se iniciaba
un sendero, bordeado de abismos, estrechándose al ancho del pie, por
donde debí transitar con habilidad de equilibrista. Después, vaga y
efímera fue mi felicidad, porque había llegado a una tierra sin
contornos definidos, donde el paisaje era triste, desolado, árida la
tierra, con algunos árboles que parecían muertos o a la espera de un
milagro en el infierno. Pronto supe que no me hallaba solo solo. Vi
gente alborotada que corría despavorida, huyendo de certeros cazadores
que intentaban enlazarlos como a bestias con mortales cuerdas que
mutilaban. Una vez lejos de este campo calcinado, reino de la muerte, me
vi de nuevo caminando por un estrecho puente a cuyos lados, sobre
gigantescos toneles se cocía una espesa colada, en cuyo bullir emergían
amenazantes puntas de cuchillos. Más allá, sobre un terreno yermo, un
grupo de gente, sobreviviente quizá de la odisea, se arremolinaba
alrededor de un hombre que parecía poseer el hilo del laberinto. Vano
fue mi esfuerzo por identificarlo, como si en él se mimetizaran todos
aquellos que consumieron su vida en descifrar el alma. Sin dudar me uní a
la inquieta horda, movido por el presentimiento de encontrar a mis
compañeros que se habían esfumado entre la niebla. Los imaginaba de
aspecto silvestre, como sobrevivientes de un naufragio, por lo que no
iba a ser fácil reconocerlos, aunque alzacen sus cabezas con la mirada
alerta, al acecho de tantos peligros. Sin embargo, pronto estuvimos
reunidos de nuevo, abrazados con esa felicidad trágica de la amistad en
el peligro. A empellones nos abrimos paso entre la multitud que rodeaba
al guía, formando un anillo para protegerlo de la turba, mientras él
intentaba armar las piezas del jeroglífico. De repente se alzó ante
nosotros, a lo lejos, un enorme portalón sobre el cual se atropellaba la
gente, creyendo que asistían a un circo. ¡No lo podía creer! Y era vano
intentar, además, evitarlo, como si una barrera invisible se
interpusiera y cada cual tuviera que padecer su destino.
Al
amanecer, los dos turistas aún seguían luchando con sus fantasmas. Yo
debía regresar al sagrado lugar de los Taitas. Sólo ellos podían asistir
a mis amigos en el duro trance de parir la realidad.
Omar Lasso Echavarría
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