@wilcheschaux
Desde que tengo memoria Popayán ha sido siempre una ciudad turbulenta (entre turbo y lenta, dirán las malas lenguas). Y por supuesto, ha sido así desde muchos años antes de que yo tuviera memoria, de que yo existiera.
Basta recordar el papel que desempeñó
Popayán en la Independencia y después, en el primer siglo de la llamada
República. De la enorme cantidad de levantamientos, “pronunciamientos”,
revueltas y guerras civiles que hubo en Colombia en el Siglo XIX, no
pocos fueron liderados por popayanejos y/o enfrentaban entre sí a
popayanejos: turbulencias locales salpicando al resto de Colombia.
Muchos de cuantos hoy se reconocen como “próceres”, en ese entonces, de
haber existido la palabra, habrían sido denominados “terroristas”. Y
muchos, por esa razón, perdieron la cabeza, tanto en el sentido
metafórico como en el más textual de las palabras.
Entre las turbulencias del siglo XX una que nos marcó a quienes en ese momento ya teníamos uso de razón, fue
el terremoto del 31 de Marzo de 1983. Tras la conmoción inicial que
sumió a la ciudad en el caos destructor, se logró re-encauzar la
turbulencia hacia el caos positivo y se generó una dinámica con pocos
precedentes: comunidades organizándose para consolidarse como sujetos
sociales a medida que con sus propias manos levantaban sus casas;
instituciones del Estado coordinándose entre sí (como nunca en
condiciones “de calma”) para apoyar procesos de recuperación no
solamente de la ciudad física sino, especialmente, del sentido de ser y
de pertenecer, de la emoción de identidad, de la berraquera de la vida.
Popayán hoy, protagoniza nuevas y
omnipresentes turbulencias. Ya había escrito alguna vez que si antes
Popayán posó de ser una ciudad “europea”, nunca como ahora había sido
tan merecedora de ese adjetivo. Porque quizá una característica común de
las capitales de los antiguos imperios europeos –Londres, Paris,
Madrid, Roma, etc.- es que los habitantes de sus antiguas colonias se
han volcado sobre ellas. Son ciudades multiétnicas y pluriculturales,
para ponerlo en términos de la Constitución colombiana. Y si esa fue, de
alguna manera, una particularidad de Popayán que la diferenciaba de
otras ciudades cuyos habitantes eran más homogéneos, hoy esa
característica se encuentra para fortuna exacerbada.
Durante demasiadas décadas Popayán le
había dado la espalda al resto del Cauca, lo que equivale a decir que no
había reconocido que su principal riqueza era la de ser la capital
política de ese territorio donde la biodiversidad en todas sus
acepciones, se expresa de la manera más exuberante posible. Los
popayanejos nos mirábamos el ombligo y mirábamos hacia Europa y luego
hacia los Estados Unidos, pero sin detenernos a entender y a saborear
las escalas intermedias, inclusive las más inmediatas. A lo mejor por
estar allí, todos los días a la mano, el valor de la diversidad se había
vuelto invisible.
Por distintas y en algunos casos bien
conocidas circunstancias, que no es del caso analizar en este momento,
familias, en especial gente muy joven, de las diversas regiones del
Cauca, se han volcado sobre Popayán en los últimos años. Quizás nunca
como ahora, porque la gente de las regiones la siente como suya, Popayán
es hoy la verdadera capital del Cauca.
Con alguna frecuencia oye uno “culpar”
de esa turbulencia multicolor que revitaliza las calles y aviva los
espacios, a “la gente de otra parte”. Hay quienes incluso, con cierta
amargura, identifican como punto de quiebre al terremoto: “esto se llenó
de gente de otra parte”.
Me atrevo a asegurar, porque viví de
cerca esos procesos, que si bien a Popayán llegó un número importante de
personas atraídas por la falsa ilusión de la bonanza sísmica que
se encargaron de inventar y difundir los medios, la mayor parte de las
familias que en ese momento conformaron “los asentamientos”, era
popayanejas. La nuestra era una de las pocas ciudades colombianas –si no
la única- que no tenía grandes zonas tuguriales, pero no porque no
existiera la pobreza extrema, sino porque esta se llevaba de
manera silenciosa, oculta en el hacinamiento. Una gran cantidad de las
casas “unifamiliares” que se destruyeron en el terremoto, eran
sobre-ocupadas por varias familias. Allí aprendimos que los desastres
son eficaces removedores del maquillaje con que las sociedades disimulan
sus máculas, sus cicatrices mal sanadas, sus deficiencias, sus arrugas.
La gente, antes hacinada, salió a
solucionar por sus propios medios el problema que durante décadas el
Estado había sido incapaz de solucionarle. Quienes en ese momento éramos
Estado (CRC, SENA, BCH, ICT, Caja Agraria, etc.) entendimos la esencia
del proceso auto-sanador y nos dedicamos a apoyarlo.
Pero volvamos a “la gente de otra parte”
con la necesaria pregunta de ¿qué es, dónde queda, “otra parte”? Muchas
de las personas de Popayán que me regalan algo de su tiempo para
compartir estas notas, tienen con seguridad sus raíces cercanas o
remotas en “otra parte”. Incluido yo, que me considero patojo fututo.
Además, en Bogotá, donde hoy vivo, soy “de otra parte”, a pesar de que a
medida que voy entendiendo ese territorio y que contribuyo en algo a
que otros lo entiendan, también me voy volviendo parte de esa “otra
parte”. ¡Con cuántos compañeros “de otra parte” trenzamos lazos de
fraternidad en los años universitarios y de cuántos de ellos podemos
afirmar que se volvieron patojos!
Francamente no me angustia que en las
calles haya tanta gente que ni yo conozco ni me conoce (además porque
también hay mucha que yo sí conozco y que sí me conoce y que convierte
cada salida a hacer una diligencia en una experiencia de afecto, un
masaje para el alma).
Hace un par de días me estaba haciendo embolar en el Parque Caldas. El ilustre-y-lustre
era un muchacho de Villavicencio y me contaba orgullosos que su esposa
estaba esperando bebé y que muy probablemente iba a nacer popayanejo.
La turbulencia del parque tenía como
música de fondo los altoparlantes de un espectáculo organizado por la
Gobernación con una escuela de baile para niños y niñas de distintos
colegios. Al ritmo de esa música un mago del balón –que muy
seguramente es de otra parte (puedo equivocarme)- hacía acrobacias junto
al sabio Caldas, quien lo observaba desde su eterna reflexión interior
con la forma exterior de una paloma posada sobre la cabeza de la
estatua.
En medio de la corriente multicolor y
multidireccional de espaldas descubiertas, de pantalonetas y otras
prendas antes imposibles por razones culturales y climáticas, de
morrales y tatuajes, pasaba con regular frecuencia alguno de esos
“popayanejos de antes”, sin duda alguna leyéndole a otro sus poemas y
preparándose para oír los poemas del otro.
De pronto anunciaron los altoparlantes
que iba a cantar Piero. Yo pensé que se trataba de algún imitador o del
algún cantante joven que hubiera tomado ese nombre en atrevido homenaje
al argentino. Pero no: era Piero, el original, el único, el clásico. Ese
cuyas canciones, cuatro décadas atrás, oí tantas veces en una grabadora
de casetes, sentado con mis amigos en esas mismas bancas ergonómicas,
durante largas e inolvidables trasnochadas (en algunas de las cuales
amanecíamos, como hoy, con la Luna en las calles).
Oír allí a ese cantante “de otra parte”,
tan arraigado en el corazón de los que somos de esta parte, me hizo
reafirmar la convicción de que esa turbulencia remasterizada que
es el Popayán de hoy, es tan maravillosa como el Popayán de otras
épocas. Como el Popayán que existe en el corazón de todos los patojos
que, de manera temporal o permanente, estemos físicamente en otras
partes, pero que nunca vamos a sentirnos “de otra parte”.
Seguramente pasarán varios años antes de
que Popayán haya sido capaz de asimilar totalmente la buena energía que
le aportan esos flujos migratorios. Tenemos que aprender a surfear en
esa turbulencia, para que no corramos otra vez el riesgo de
desperdiciarla.
0 comentarios:
Publicar un comentario