(Archivo recuperado de mi blog POPAYÁN NUEVA ÉPOCA)
El propósito es hacer un análisis sin prejuicios, respecto a lo nuevo y
lo antiguo de la ciudad, aplicando una mirada fenomenológica,
desprovista, en lo posible, de valoración subjetiva.
Después
del terremoto de 1983 y de la promulgación de la Constitución de 1991
Popayán cambió el norte de su historia. El imaginario glorioso que
abrazaba a sus habitantes, de acendrada tradición hispánica, entre
familias vinculadas por lazos de consanguinidad y alianzas
matrimoniales, comienza a clausurarse a fines del siglo xx. Primero por
obra de la naturaleza, que redujo a polvo la ciudad centenaria; segundo,
por presión de nuevas fuerzas sociales, económicas y políticas,
expresadas a través de la nueva Constitución, y finalmente, por el
advenimiento de la postmodernidad global que trajo consigo nuevos
valores que debilitaron la historia, la religión, el conservadurismo y
todas las formas culturales tradicionales que cohesionaban la
colectividad. El concepto de finitud instalado en su epicentro
relativizó aquello que se tenía por duradero, fortaleciendo al individuo
como sujeto absoluto de donde emanan y en quien se revierten todos los
derechos; al tiempo que lo liberaba para el pleno consumo de bienes y
modas que se proponen a diario.
El terremoto expulsó, en un
primer momento, a gran parte de la élite social, económica y cultural
payanesa, en cuantía no determinada por la estadística. Sus casonas
derruidas por el temblor se transformaron en parqueaderos o quedaron a
merced de la maleza que hizo bosque dentro de ellas o se vendieron al
primer postor o se alquilaron a instituciones, urgidas del servicio.
Los nuevos habitantes que arribaron, de variada índole, traían otra
mentalidad, costumbres y hábitos. Llegaban a una tierra distinguida con
un imaginario prestigioso, intimidante, quizá, para la modestia de la
generalidad de los nuevos habitantes. Su condición de extrañeza y
soterrado rechazo los convertía en observadores pasivos o en simples
sujetos de negocios.
La Constitución de 1991 proporcionó el
segundo sablazo a la ciudad señorial, tradicionalmente regida por una
élite ilustrada, en consonancia con la vieja Constitución de 1886 que
permitía la designación de cargos por vía directa de los mandatarios de
turno en Presidencia, Gobernaciones y Alcaldías, práctica que se llevó a
cabo con criterios de parentesco, proximidad social y prestigio. Ello
configuró por siglos lo que se conoce como Ciudad Letrada, en la que
primaba una idea de nación homogénea en torno a ideas de patriotismo,
religión y civilidad, dentro de un contexeto altruista, como valor
central de la civilidad, en que gran parte de las funciones públicas se
ejercían ad honorem, siendo ejemplo de ello los Consejos municipales. El
Proceso Constituyente, hacia finales de la década de 1980, y la
Constitución de 1991 resultante de sus deliberaciones produjo, guardando
las proporciones históricas, consecuencias similares a las de la
Revolución Francesa. Es así como, mientras ésta subía al poder al
estamento del Tercer Estado conformado por la clase baja francesa,
nuestro Proceso Constituyente colombiano daba poder, también, a las
clases populares, no en un sentido revolucionario, sino más bien desde
el punto de vista participativo en los procesos clientelistas en el
ejercicio del poder, aunque también le proporcionó herramientas al
ciudadano para la defensa de sus derechos individuales y colectivos.
Tanto allá como acá, inicialmente, hubo caos en el proceso de
reconstitución de la nación sobre las nuevas bases constitucionales, con
la descentralización del poder y la fractura del orden estamental
tradicional.
Recordemos que nuestro Estado colombiano, antes de
1991, de acuerdo con la Constitución de 1886, era representativo, mas
no participativo. Se elegía popularmente al Presidente, pero los cuadros
de gobierno se organizaban de arriba-abajo, en pirámide descendente. El
Presidente nombraba a los gobernadores y éstos a los alcaldes, quienes a
su vez escogían a otros subalternos, en ramificación continua según el
orden jerárquico. Ello proporcionaba al gobierno unidad compacta, sin
fisuras en su interior, conservando y fortaleciendo el concepto de
castas estamentales que se reproducían en el tiempo. A esta práctica se
debió, en no poca medida, su legitimidad social y la cualificación
personal en el ejercicio de la función pública que tanto añoran algunos
en estos tiempos donde prima el voto sobre la cultura.
A partir
de este momento saltan a la palestra política, con carácter
protagónico, los sectores populares, a través de la Democracia
Participativa, que erigió a los ciudadanos en sujetos políticos, en
tanto principio, medio y fin del estado, respecto a lo individual y lo
colectivo, bajo la protección de herramientas poderosas como la Acción
de Tutela, El Derecho de Petición y las Acciones Populares, entre otros,
además de la elección popular de Gobernadores y Alcaldes. Debemos
anotar, no obstante, que los anteriores mandatos no se han cumplido a
cabalidad en relación al ideal constitucional como principio
teórico-político. La nueva democracia participativa arrastra los vicios
consuetudinarios del clientelismo que halló, también, en la nueva
reforma política, los medios efectivos de fortalecimiento, apoyándose en
un estado y ciudadanía y colectividad débiles.
Muchas son las consecuencias que se desprenden del anterior contexto. Destacamos las siguientes:
Primero.- El paso de lo ideal a lo pragmático, en cuento arribamos a un
sistema de necesidades, característico de los sectores populares, como
su condición existencial, usado y manipulado, desvirtuando de este modo
la función pública, al prevalecer los intereses particulares sobre los
colectivos. Este fenómeno se acentuó con el sistema de contratación
estatal, herramienta que consolidó las prácticas clientelistas,
convirtiendo la política en la principal empresa económica del país a
costa de un Estado mínimo para los ciudadanos y sus comunidades. Este
cuadro se agravó con el resto de males que afean nuestro país: La
inveterada violencia política, resultante de los desajustes sociales,
políticos y económicos históricos; el narcotráfico; el paramilitarismo y
la delincuencia común. Estos fenómenos soy hoy lugar común en nuestro
país, imbricados mutuamente, según lineas transversales de complicidad.
Su influencia devastadora empezó por el campo, empujando las comunidades
campesinas a los sectores urbanos, cuyo tejido social se resquebrajó
por completo, dando paso a la fragmentación de las ciudades, al caos
urbano, la insolidaridad, la inseguridad y la privatización de la vida
social. Los residentes mejor establecidos han abandonado los antiguos
espacios públicos para recluirse en bunquers residenciales. De igual
modo el comercio formal cede a la presión popular y se instala
progresivamente en los hipermercados exclusivos, lejos de la
contaminación popular.
Segundo.- El cambio de eje de la gran
cultura por el del folklore, siguiendo el orden de ideas de la primacía
de lo popular, cuyo antecedente se remonta a la ministra de cultura
Consuelo Araújo, “la Casica” (año 2000), abanderada del Festival
Vallenato.
Tercero.- Esta consecuencia se vincula con la
Apertura Económica y la Globalización que deterioró muchos renglones de
nuestra economía y los oficios tradicionales, rompiendo los circircuitos
económicos locales y nacionales que garantizaban el intercambio y la
redistribución de la riqueza social. la Apertura Económica desarticuló
las economías locales, que mal que bien garantizaban un cierto
equilibrio social. Sin duda, nuestra economía es hoy más rica, en
términos de Producto Interno Bruto, mas no en cuanto a bienestar
general, porque la riqueza se concentró, igual que las utilidades. La
mayoría de los colombianos viven del rebusque y la asistencia social.
Popayán, capital del departamento del Cauca recibió el peso de estas
transformaciones de modo negativo, en proporción mayor a cualquier otra
ciudad colombiana, dadas sus características suigéneris de
conservadurismo y atrazo económico, carente de industria para absorber
la demanda de empleo. El temperamento tradicional de su clase dirigente,
amante de lo contemplativo, los honores y las distinciones, más que de
las ejecuciones, poco ha contribuido al progreso de la ciudad y el
departamento. De nada ha valido producir el mayor número de presidentes
de Colombia, 17 en total, ni haber tenido una de las mejores y de las
más antiguas universidades del continente, que desafortunadamente cede
hoy puestos de privilegio ante otras de mayor empuje. De nada le sirve,
también, su extraordinado patrimonio arqueólico, étnico, arquitectónico y
museológico. Los grandes proyectos forman parte de nuestro aire, los
venimos escuchando a través de décadas y décadas, como parte de la
retórica política: Popayán Ciudad Universitaria, Popayán Ciudad
Turística, Popayán Ciudad Convención, Popayán Capital Gastronómica,
Popayán Jerusalén de América. Algo de ello hay, pero en cantidad mínima,
como en nuestras empanadas y tamales de pipián a los que les falta la
proteína.
¿Cuántos lustros habrán de pasar para resolver estas
problemáticas? no lo sabemos. Lo que sí tenemos claro es la urgencia del
acompañamiento del Estado y del Ministerio de Cultura para presionar el
buen gobierno local, el desarrollo cultural y la conservación del
patrimonio histórico, que ahora duerme el sueño de la bella durmiente.
La zona medular del Centro histórico, donde se ubican los museos, sufre
actualmente el maltrato de bullosas tabernas, conciertos populares,
ventas de galería y demás comercio informal que afecta ostensiblemente
la imagen del mejor sitio que tenemos para mostrar. Las normas
establecidas son impotentes en una ciudad que crece acumulando el
desorden.
Añoramos el resurgimiento de la ciudad histórica y
literaria, esperando días mejores para reencontrarnos con su plenitud. A
pesar de todo, tenemos fe en una nueva y más rica reconciliación de
Popayán y todo el Cauca, sobre la base del pleno reconocimiento
multicultural y multiétnico.
Diego Castrillón Arboleda, su gran
historiador, decía con respecto a esta crisis: El espíritu de Popayán
vencerá sus fuerzas negativas y resurgirá con nuevo esplendor, porque es
nuestra ciudad Eterna.
Omar Lasso Echavarría
Licenciado en Filosofía – Universidad del Cauca
Fundador de Macondo libros y tertulia, con reseña en el periódico
Lemonde,París, agosto 9 de 1996 y en el libro Icì las-bas, Librairie
Meura, Lille, 2005. Autor del libro de cuentos La seducción y otros
relatos. Macondo libros, 2004, Popayán; y del ensayo La nueva poesía en
la crisis de la ciudad letrada, Popayán 1980-2005. Llama de piedra.
Poesía contemporánea de Popayán. Felipe García Quintero (Editor),
Ediciones Axis Mundi / Ministerio de Cultura, Popayán, 2010
Después del terremoto de 1983 y de la promulgación de la Constitución de 1991 Popayán cambió el norte de su historia. El imaginario glorioso que abrazaba a sus habitantes, de acendrada tradición hispánica, entre familias vinculadas por lazos de consanguinidad y alianzas matrimoniales, comienza a clausurarse a fines del siglo xx. Primero por obra de la naturaleza, que redujo a polvo la ciudad centenaria; segundo, por presión de nuevas fuerzas sociales, económicas y políticas, expresadas a través de la nueva Constitución, y finalmente, por el advenimiento de la postmodernidad global que trajo consigo nuevos valores que debilitaron la historia, la religión, el conservadurismo y todas las formas culturales tradicionales que cohesionaban la colectividad. El concepto de finitud instalado en su epicentro relativizó aquello que se tenía por duradero, fortaleciendo al individuo como sujeto absoluto de donde emanan y en quien se revierten todos los derechos; al tiempo que lo liberaba para el pleno consumo de bienes y modas que se proponen a diario.
El terremoto expulsó, en un primer momento, a gran parte de la élite social, económica y cultural payanesa, en cuantía no determinada por la estadística. Sus casonas derruidas por el temblor se transformaron en parqueaderos o quedaron a merced de la maleza que hizo bosque dentro de ellas o se vendieron al primer postor o se alquilaron a instituciones, urgidas del servicio.
Los nuevos habitantes que arribaron, de variada índole, traían otra mentalidad, costumbres y hábitos. Llegaban a una tierra distinguida con un imaginario prestigioso, intimidante, quizá, para la modestia de la generalidad de los nuevos habitantes. Su condición de extrañeza y soterrado rechazo los convertía en observadores pasivos o en simples sujetos de negocios.
La Constitución de 1991 proporcionó el segundo sablazo a la ciudad señorial, tradicionalmente regida por una élite ilustrada, en consonancia con la vieja Constitución de 1886 que permitía la designación de cargos por vía directa de los mandatarios de turno en Presidencia, Gobernaciones y Alcaldías, práctica que se llevó a cabo con criterios de parentesco, proximidad social y prestigio. Ello configuró por siglos lo que se conoce como Ciudad Letrada, en la que primaba una idea de nación homogénea en torno a ideas de patriotismo, religión y civilidad, dentro de un contexeto altruista, como valor central de la civilidad, en que gran parte de las funciones públicas se ejercían ad honorem, siendo ejemplo de ello los Consejos municipales. El Proceso Constituyente, hacia finales de la década de 1980, y la Constitución de 1991 resultante de sus deliberaciones produjo, guardando las proporciones históricas, consecuencias similares a las de la Revolución Francesa. Es así como, mientras ésta subía al poder al estamento del Tercer Estado conformado por la clase baja francesa, nuestro Proceso Constituyente colombiano daba poder, también, a las clases populares, no en un sentido revolucionario, sino más bien desde el punto de vista participativo en los procesos clientelistas en el ejercicio del poder, aunque también le proporcionó herramientas al ciudadano para la defensa de sus derechos individuales y colectivos. Tanto allá como acá, inicialmente, hubo caos en el proceso de reconstitución de la nación sobre las nuevas bases constitucionales, con la descentralización del poder y la fractura del orden estamental tradicional.
Recordemos que nuestro Estado colombiano, antes de 1991, de acuerdo con la Constitución de 1886, era representativo, mas no participativo. Se elegía popularmente al Presidente, pero los cuadros de gobierno se organizaban de arriba-abajo, en pirámide descendente. El Presidente nombraba a los gobernadores y éstos a los alcaldes, quienes a su vez escogían a otros subalternos, en ramificación continua según el orden jerárquico. Ello proporcionaba al gobierno unidad compacta, sin fisuras en su interior, conservando y fortaleciendo el concepto de castas estamentales que se reproducían en el tiempo. A esta práctica se debió, en no poca medida, su legitimidad social y la cualificación personal en el ejercicio de la función pública que tanto añoran algunos en estos tiempos donde prima el voto sobre la cultura.
A partir de este momento saltan a la palestra política, con carácter protagónico, los sectores populares, a través de la Democracia Participativa, que erigió a los ciudadanos en sujetos políticos, en tanto principio, medio y fin del estado, respecto a lo individual y lo colectivo, bajo la protección de herramientas poderosas como la Acción de Tutela, El Derecho de Petición y las Acciones Populares, entre otros, además de la elección popular de Gobernadores y Alcaldes. Debemos anotar, no obstante, que los anteriores mandatos no se han cumplido a cabalidad en relación al ideal constitucional como principio teórico-político. La nueva democracia participativa arrastra los vicios consuetudinarios del clientelismo que halló, también, en la nueva reforma política, los medios efectivos de fortalecimiento, apoyándose en un estado y ciudadanía y colectividad débiles.
Muchas son las consecuencias que se desprenden del anterior contexto. Destacamos las siguientes:
Primero.- El paso de lo ideal a lo pragmático, en cuento arribamos a un sistema de necesidades, característico de los sectores populares, como su condición existencial, usado y manipulado, desvirtuando de este modo la función pública, al prevalecer los intereses particulares sobre los colectivos. Este fenómeno se acentuó con el sistema de contratación estatal, herramienta que consolidó las prácticas clientelistas, convirtiendo la política en la principal empresa económica del país a costa de un Estado mínimo para los ciudadanos y sus comunidades. Este cuadro se agravó con el resto de males que afean nuestro país: La inveterada violencia política, resultante de los desajustes sociales, políticos y económicos históricos; el narcotráfico; el paramilitarismo y la delincuencia común. Estos fenómenos soy hoy lugar común en nuestro país, imbricados mutuamente, según lineas transversales de complicidad. Su influencia devastadora empezó por el campo, empujando las comunidades campesinas a los sectores urbanos, cuyo tejido social se resquebrajó por completo, dando paso a la fragmentación de las ciudades, al caos urbano, la insolidaridad, la inseguridad y la privatización de la vida social. Los residentes mejor establecidos han abandonado los antiguos espacios públicos para recluirse en bunquers residenciales. De igual modo el comercio formal cede a la presión popular y se instala progresivamente en los hipermercados exclusivos, lejos de la contaminación popular.
Segundo.- El cambio de eje de la gran cultura por el del folklore, siguiendo el orden de ideas de la primacía de lo popular, cuyo antecedente se remonta a la ministra de cultura Consuelo Araújo, “la Casica” (año 2000), abanderada del Festival Vallenato.
Tercero.- Esta consecuencia se vincula con la Apertura Económica y la Globalización que deterioró muchos renglones de nuestra economía y los oficios tradicionales, rompiendo los circircuitos económicos locales y nacionales que garantizaban el intercambio y la redistribución de la riqueza social. la Apertura Económica desarticuló las economías locales, que mal que bien garantizaban un cierto equilibrio social. Sin duda, nuestra economía es hoy más rica, en términos de Producto Interno Bruto, mas no en cuanto a bienestar general, porque la riqueza se concentró, igual que las utilidades. La mayoría de los colombianos viven del rebusque y la asistencia social.
Popayán, capital del departamento del Cauca recibió el peso de estas transformaciones de modo negativo, en proporción mayor a cualquier otra ciudad colombiana, dadas sus características suigéneris de conservadurismo y atrazo económico, carente de industria para absorber la demanda de empleo. El temperamento tradicional de su clase dirigente, amante de lo contemplativo, los honores y las distinciones, más que de las ejecuciones, poco ha contribuido al progreso de la ciudad y el departamento. De nada ha valido producir el mayor número de presidentes de Colombia, 17 en total, ni haber tenido una de las mejores y de las más antiguas universidades del continente, que desafortunadamente cede hoy puestos de privilegio ante otras de mayor empuje. De nada le sirve, también, su extraordinado patrimonio arqueólico, étnico, arquitectónico y museológico. Los grandes proyectos forman parte de nuestro aire, los venimos escuchando a través de décadas y décadas, como parte de la retórica política: Popayán Ciudad Universitaria, Popayán Ciudad Turística, Popayán Ciudad Convención, Popayán Capital Gastronómica, Popayán Jerusalén de América. Algo de ello hay, pero en cantidad mínima, como en nuestras empanadas y tamales de pipián a los que les falta la proteína.
¿Cuántos lustros habrán de pasar para resolver estas problemáticas? no lo sabemos. Lo que sí tenemos claro es la urgencia del acompañamiento del Estado y del Ministerio de Cultura para presionar el buen gobierno local, el desarrollo cultural y la conservación del patrimonio histórico, que ahora duerme el sueño de la bella durmiente. La zona medular del Centro histórico, donde se ubican los museos, sufre actualmente el maltrato de bullosas tabernas, conciertos populares, ventas de galería y demás comercio informal que afecta ostensiblemente la imagen del mejor sitio que tenemos para mostrar. Las normas establecidas son impotentes en una ciudad que crece acumulando el desorden.
Añoramos el resurgimiento de la ciudad histórica y literaria, esperando días mejores para reencontrarnos con su plenitud. A pesar de todo, tenemos fe en una nueva y más rica reconciliación de Popayán y todo el Cauca, sobre la base del pleno reconocimiento multicultural y multiétnico.
Diego Castrillón Arboleda, su gran historiador, decía con respecto a esta crisis: El espíritu de Popayán vencerá sus fuerzas negativas y resurgirá con nuevo esplendor, porque es nuestra ciudad Eterna.
Omar Lasso Echavarría
Licenciado en Filosofía – Universidad del Cauca
Fundador de Macondo libros y tertulia, con reseña en el periódico Lemonde,París, agosto 9 de 1996 y en el libro Icì las-bas, Librairie Meura, Lille, 2005. Autor del libro de cuentos La seducción y otros relatos. Macondo libros, 2004, Popayán; y del ensayo La nueva poesía en la crisis de la ciudad letrada, Popayán 1980-2005. Llama de piedra. Poesía contemporánea de Popayán. Felipe García Quintero (Editor), Ediciones Axis Mundi / Ministerio de Cultura, Popayán, 2010
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